lunes, 7 de marzo de 2011

Hace calor...

Me vino a la mente aquella vez, cuando probé un cigarrillo en Torreón. El calor estaba de los mil demonios. Estábamos como a cuarenta y tantos grados y llevaba la sudadera negra puesta. Llegamos a medio día y caminamos hacia casa de sus tíos. Jorge me miró y me dijo–: No seas mamón, aquí si te quitas la chamarra. Sonreí y le dije, si… aquí si. Y es que, durante mucho tiempo fui conocido por llevar mi sudadera a todas partes. Ya era una costumbre… no estoy seguro si fue cosa de alguna abuela o alguna madre que me dijo: “Y te llevas la sudadera puesta” y el consejo-orden me duró durante tres o cuatro años o sencillamente, creía que mi sudadera era de Kevlar y me protegería contra todo lo maldito de este mundo. El caso es que siempre la llevaba puesta a todas partes.

Esos cuarenta grados de calor, me hicieron quitarme la sudadera y me hicieron sudar todo el cuerpo. Yo soy de esos tipos extraños que no suda a borbotones, mi cuerpo se adapta rápido al clima. Si hace frío, se me quita en unos minutos. Si hace calor, dejo de quejarme a los pocos segundos. Procuro convencerme –el increíble poder de la autosugestión–, para adaptar la experiencia al clima que es inevitable.

El cigarrillo, en Torreón, supo horrible y al mismo tiempo, rico. El calor lo obliga a uno a fumar menos. Recuerdo que se sintió el mareo agradable de las primeras caladas. Un mareo entre especial, relajante… el famoso golpe. Sabe seco el cigarro en tierra de calor, se seca rápidamente, se quema más rápido y después de dos o tres fumadas, uno queda mágicamente satisfecho. Uno se da cuenta de lo horrible que sabe y que tan adicto es al cilindro nicotínico.

Cuando esa cajetilla duró tres días, es de pensarse…

1 comentario:

  1. Pues se vería extraño eso de la sudadera puesta, yo en cambio tengo un frio del diablo siempre, aún cuando haga calor.

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